Nuestra plataforma reclama a la Associació Catalana d’Universitats Públiques (ACUP) que deje de pronunciarse políticamente en nombre de todos, que condene sin ambages la violencia contra estudiantes constitucionalistas en los campus y que respete el bilingüismo existente en la sociedad catalana.
Texto completo de la carta a continuación.
Universitaris per la Convivència quiere expresar su preocupación por el deterioro de las libertades públicas que se está produciendo en las universidades catalanas y denunciar la responsabilidad de la ACUP en ese deterioro, por acción y por omisión.
La libertad ideológica y la libertad de expresión de sus profesores y alumnos están siendo lesionadas una y otra vez por las declaraciones institucionales de contenido partidista emitidas por los órganos de gobierno y de representación de nuestras universidades, y por la propia ACUP. Así lo han establecido los tribunales en reiteradas ocasiones: tres universidades catalanas (la UB, la UPF y la UOC) han sido ya condenadas en sede judicial en los dos últimos años por esta razón y otra más (la UAB) lo fue por violar esos mismos derechos de un grupo de estudiantes constitucionalistas, al negarse injustificadamente a inscribir su asociación en el Directorio de colectivos. En la misma línea se ha manifestado también el Defensor del Pueblo en una resolución inequívoca y centenares de docentes catalanes y del resto de España en cartas y manifiestos promovidos por el Foro de Profesores.
En realidad, las decisiones judiciales, las resoluciones del Defensor del Pueblo y las cartas de protesta no hacen sino invocar un principio innegociable en cualquier democracia, el de la neutralidad ideológica de las instituciones públicas, cuyo respeto es tanto más perentorio si se trata de instituciones educativas. Si estas tienen una función política, es la de formar ciudadanos libres, críticos y participativos, conscientes de sus derechos y obligaciones, respetuosos con los derechos de los demás y sabedores de la pluralidad de creencias que es característica de una sociedad abierta. En cambio, no corresponde a la universidad promover una u otra ideología, ni adherirse a una u otra causa partidista, y por eso sus gestores y representantes no son elegidos por la que puedan tener, sino para defender intereses y acometer proyectos de carácter académico. No deben hablar, políticamente, en nuestro nombre.
Sorprende que la ACUP no muestre preocupación alguna por el hecho de que las universidades que la integran violen con tanta frecuencia libertades públicas tan fundamentales. En todo caso, incluso si la ACUP no estuviera de acuerdo con la motivación de las sentencias y requisitorias que censuran el comportamiento de los rectores y de los claustros, un mínimo deber de lealtad democrática requiere que tales decisiones sean acatadas y que se obre en consecuencia y se abandone la práctica de apoyar institucionalmente las ideas de unos en detrimento de las de otros. Las universidades catalanas, y la propia ACUP, deben dejar de asumir como propias, y por tanto de todos nosotros, las posiciones ideológicas que solo son de algunos.
Al mismo tiempo, la libertad de reunión y la de manifestación se están viendo afectadas por la pretensión de ciertos sectores del movimiento estudiantil de monopolizar el espacio público universitario, expulsando de él a todos los que piensan de otro modo. Esta pretensión, que no es exagerado calificar de totalitaria, se puso una vez más de relieve en los sucesos que tuvieron lugar en la UAB el pasado 6 de octubre, cuando un numeroso y violento grupo de estudiantes hostigó durante horas a otro grupo, mucho menos numeroso, que pacíficamente trataba de dar a conocer sus ideas, hasta que, por fin, y por la fuerza bruta, destrozaron su carpa. La intención era clara: tratar de amedrentar y de acallar, una vez más (y ya van muchas), a los estudiantes de S’ha acabat. Defender en público ideas democráticas básicas como el imperio de la ley o la igualdad ciudadana no es tarea fácil en los campus catalanes.
Los testimonios gráficos de aquellos tristes acontecimientos del 6 de octubre son incontestables y la ACUP no los puede ignorar. Aun así, ni los responsables de la UAB ni la propia ACUP, tan aficionada a los comunicados, han considerado necesario emitir uno de condena. Ni siquiera la imagen de un catedrático derribado y arrastrado por el suelo fue, para ellos, motivo suficiente para salir en defensa del ejercicio de las libertades públicas en el ámbito universitario. Sea por miedo o sea por connivencia con quienes hacen del acoso verbal y la violencia física sus instrumentos de “participación”, el silencio de la ACUP ante un atentado tan flagrante contra la libertad es inaceptable, por cobarde y por cómplice.
La libertad lingüística, o el derecho de todos a expresarse y comunicarse con los demás en cualquiera de nuestras lenguas, está hoy también amenazada. En este caso, de forma mucho más insidiosa pero no por ello menos grave. Durante décadas, alumnos y profesores nos hemos expresado con plena libertad en las aulas en castellano y en catalán. Nadie podrá acreditar quejas razonables y significativas al respecto, porque no las ha habido. Sin embargo, ahora resulta que se quiere crear un problema donde no lo había. En el nombre de los principios de “transparencia” y “seguridad” lingüística, se fomenta la delación y la investigación, en definitiva, la intimidación de quienes se atreven a usar en clase, siquiera sea puntualmente y en atención a sus alumnos, una lengua distinta de la anunciada. Ciertamente, cabe la posibilidad, igualmente excepcional, de que la docencia anunciada en catalán se asigne a última hora a un profesor que no lo domina. Sin embargo, hacer una regla de la excepción no es una buena manera de describir la realidad. En este caso, esa descripción falsa aspira a servir como coartada de una política lingüística cuyo resultado no puede ser otro que el de dañar la convivencia.
No queda más remedio que recordar algunas verdades básicas y bien conocidas. La primera, que las normas estatales y autonómicas nos dan a los estudiantes y profesores universitarios el derecho a expresarnos en la lengua oficial de nuestra elección. La segunda, que, en Cataluña, la gran mayoría de los estudiantes y profesores universitarios se maneja con soltura en ambas lenguas y cambia con toda facilidad de una a otra. La tercera, que nadie tiene el derecho de exigir a los otros que se expresen en una u otra lengua. La cuarta, que la lengua mayoritaria de los catalanes es el castellano. La quinta, que la lengua catalana es no solo plenamente respetada y normalmente usada en la universidad, sino claramente dominante en su comunicación institucional.
A pesar de todo esto, pretenden ustedes, señores rectores de la ACUP, dar la impresión de que esos principios de transparencia y seguridad lingüística están en peligro. Esta fábula no cabe desligarla de uno de los acuerdos a que han llegado en su “Compromís contra la crisi educativa”, el de alcanzar un 80% de docencia en catalán en nuestras universidades. Si tanto se preocupan por la transparencia y la seguridad, sean lingüísticas o de otro tipo, perdieron una buena oportunidad para predicar con el ejemplo, porque si de algo cabe calificar las condiciones de aprobación y el contenido de ese documento es de opacos y de inseguros. Más allá de eso, se nos hace difícil creer que no sean conscientes de la ilegitimidad y de la inconveniencia de un objetivo tan descabellado. La lengua española, además de ser de todos los catalanes, es la que hablamos y escribimos cotidianamente muchos de nosotros y la que, junto con el inglés, nos permite la comunicación científica y académica nacional e internacional; la que, hay que repetir, convive con la lengua catalana sin más problemas que los que crean las autoridades. Es, además, la lengua que abre nuestras universidades al mundo hispanoamericano, del cual proviene buena parte de nuestros estudiantes de postgrado, y la que atrae a Cataluña a miles de estudiantes europeos cada año.
Por todo ello, el objetivo de alcanzar ese 80% de docencia en catalán, aparte de haber sido acordado a iniciativa de un “Moviment Estudiantil” que no se sabe muy bien a quién representa y de ser de muy difícil consecución (desde luego, ustedes carecen de los instrumentos normativos para ello), sería gravemente lesivo para nuestras universidades, porque las aislaría de las del resto de España y del mundo. ¿Es eso lo que pretenden? De nuevo: ¿es esa intención la que les guía o es, más bien, el miedo al poder político o la connivencia con su proyecto de construcción nacional? Un proyecto que, en lo que atañe a la universidad, es contrario a su ecumenismo laico y racional, a su vocación superadora de particularismos y prejuicios. Desde luego, algunas de nuestras universidades figuran entre las más valoradas internacionalmente de entre todas las españolas. Ese es un mérito de todos, también de ustedes, pero esa valoración tan positiva depende de que seamos capaces de mantener su carácter abierto y plural, del que también han de participar nuestros usos lingüísticos.
En su día, la dictadura franquista intentó poner a todas las universidades españolas al servicio de la causa del nacionalcatolicismo, y no fueron sus rectores quienes lo impidieron, sino que se prestaron a garantizar la sumisión de la universidad al poder. Una sumisión que tanto daño infligió a la salud cultural y política de varias generaciones y que puso a nuestras universidades a la cola de las del resto de Europa. Hoy, en Cataluña, el poder aspira a un semejante atropello, el de convertir a la entera universidad catalana en un eslabón más de la cadena con la que pueda someter a toda la sociedad a la causa del nacionalcatalanismo. El precio, ya lo estamos viendo, es el de sacrificar las libertades públicas de los que discrepan de esa causa.
Ustedes, los rectores de las universidades públicas catalanas, todavía están a tiempo de decidir si van a ser protagonistas de este empeño liberticida o si, de acuerdo con la dignidad de su cargo, van a enfrentarse a él, defendiendo los valores que han hecho de la universidad una institución esencial para cualquier comunidad democrática. Todavía están a tiempo de asumir su responsabilidad en defensa de la libertad de todos, y no solo de la de algunos.
Ustedes, que tanto gustan de invocar la autonomía universitaria, harían bien en releer un viejo texto que encontrarán del todo actual: el Manifiesto de la Capuchinada, de 1966, símbolo de la resistencia de profesores y alumnos catalanes contra el control que sobre la universidad quería seguir ejerciendo la dictadura, y salido de la pluma del mejor de nuestros filósofos contemporáneos, profesor que fue de la Universidad de Barcelona, Manuel Sacristán. En él puede leerse que la “única exigencia de una Universidad democrática es que ningún centro universitario sea dominio de un grupo político, religioso o ideológico”. En eso precisamente consiste su autonomía, en oponerse a ese dominio. De cada estudiante y de cada profesor depende que la autonomía universitaria siga vigente pero, sobre todo, depende de ustedes.
Universitaris per la Convivència
Barcelona, noviembre de 2021